sábado, junio 17, 2006

161º

Se miró en el espejo. Se desconoció. Agarró una hojita de afeitar y empezó sin titubeos a cortar. Una y otra vez por sobre las venas de la muñeca.
Cada gota de vida que le chorreaba por entre los dedos y se escapaba por la tubería hacia el infinito abismal de negros, grises y humedad que eran la cloaca. Y él pensaba que si su sangre, su cuerpo, se iban por la cloaca su espíritu, su alma, emigraría hacia el cielo.
Empezó a tener frío y se acordó de su abrazo. Ella que lo había calmado tantas veces, que le había devuelto el calor en esos días gélidos. El abrazo casi maternal que lo convertían en lactante una y mil veces antes de la medianoche.

Y volvió a cortar, esta vez en cruz. No era cuestión de dejar algo librado al azar, tenía que ser esta vez la última. Y se empezó a desvanecer, ya estaba sentado, cabeza contra los azulejos blancos del baño que hacía instantes estaba prístino, inmaculado. Y se sentía fuera de si, lejos del cuerpo, flotando como una nube por encima de lo que dejaría como legado, ese cadáver desaliñado, con su jean favorito y la remera negra talle XL.

Sus pies estaban manchados en la planta por las primeras gotas de sangre que habían golpeado el piso. Y la vida lo abandonaba. Lo abandonaba igual que ella lo había abandonado hacía 2 horas. Las últimas 2 horas de su vida eran las más largas y complicadas. Y recordando esto volvió a cortar. Por lo menos lo intentó. Ya no tenía fuerzas para levantar los brazos, ni para mantenerse erguido. Fue deslizándose lentamente contra la pared hasta quedar acostado en el piso del baño, ese piso que hacía instantes era relucientemente blanco, ahora era un rojo carmín que lo abatía y lo ahogaba.

Con una palidez de sal y una pesantez de plomo se dejó llevar por ese río de sangre que alguna vez fluía dentro de él. Se resignó, cerró los ojos y se dejó morir, pero con una sonrisa grande.
El había muerto 2 horas antes, esto era sólo una formalidad.